jueves, 1 de octubre de 2009

Kayak de travesía: En solitario por el Uruguay.


La noche de ese sábado 9 de Abril del 2005 me encontraba en uno de los dormitorios del Club de Regatas Hispano Argentino, y se estaba haciendo un poco costoso conciliar el sueño. Durante todo el día, había estado haciendo trámites en Migraciones y en Prefectura de Tigre con la intención de obtener la autorización para mi primer travesía en kayak. No solamente se trataba de la primer travesía: además, iba a ser en solitario y por la costa uruguaya. También se sumaba el hecho de que no hacía mucho tiempo desde que tenía el bote, por lo que nunca lo había cargado tanto como necesitaría hacerlo al día siguiente y me preguntaba si todo lo que tenía en el locker del club, en la mochila y en un bolso iba a poder ser estibado sin problemas. El kayak elegido para mi viaje era un Weir modelo Franky color anaranjado al que bauticé Bragado, que es el nombre de mi ciudad natal y al mismo tiempo es un adjetivo cuyo sinónimo de curtido.

El domingo me desperté bastante temprano y comencé a hacer los preparativos. Después de ensayar distintas formas de estibar los elementos y descartar algunos por límites en la capacidad, estaba en condiciones de partir hacia Escobar en horas del mediodía. Me subí al bote, al que nunca había sentido tan estable como en ese momento, y comencé a surcar las aguas del río Luján hacia Escobar mientras algunos amigos me despedían. Debido que no había podido cargar todo lo que deseaba dentro del kayak, algunas cosas viajaban sobre cubierta. Aproximadamente a las 17:00 llegué al Club Náutico Belén de Escobar y solicité permiso para pernoctar a los socios del mismo que aún se encontraban allí. La gente del club, amabilísima, no solamente me permitió quedarme, sino que además puso a mi disposición el quincho del club, razón por la cual no tuve que armar la carpa. Antes de “acampar”, avisé a PNA de Escobar que continuaría con mi viaje al día siguiente con destino a Zárate. Antes de dormirme, tomé algunos mates en compañía de los perritos del Club. Ocasionalmente, el sonido de los diesel de alguna chata que surcaba las aguas del Paraná interrumpía el silencio nocturno.

Al otro día, en horas de la mañana, comencé a surcar las aguas del Paraná de las Palmas, con destino hacia el arroyo Las Piedras. A partir de ese momento, comenzaba mi viaje por territorio desconocido. Por este arroyo, llegué al río Carabelas y continué remando por éste hasta el río Carabelas Grande. Cuando llegué a la intersección con el Canal Alem, me detuve en un pintoresco almacén lindero a un camping que parecía haber conocido mejores épocas. Me aprovisioné de algunas cosas, comí algunas naranjas y después me entretuve un momento hablando con un lugareño, quien me comentó que hace algunos años había pasado por ahí un remero en bote de club, con intenciones de remontar el río Uruguay hasta que se “le terminara la plata”. Continué mi camino por el Carabelas Grande hasta la desembocadura en el Paraná Guazú, río que crucé al atardecer, mientras la puesta de sol destacaba la imponente figura del segundo puente del complejo Zárate-Brazo Largo. Con las últimas luces del día, llegué al Camping Club de la Isla y acampé allí. Cené unos ricos fideos y, antes de irme a dormir, disfruté viendo al río y, sobre éste, al inmenso puente todo iluminado.

El Martes amaneció con viento sudeste, que se prolongó hasta después del mediodía. Demoré bastante en estibar el bote, y salí del amarradero del camping cerca de las 11:00. El Paraná Guazú estaba un poco picado y se dificultaba el avance aguas abajo, por lo que decidí que, en lugar de seguir hacia el Paraná Bravo, para después continuar por el Canal Galofré y el Canal San Martín, remaría por el arroyo Brazo Largo hasta Villa Paranacito. Más tarde, lamentaría mucho esta decisión. Pasé por debajo del gigantesco puente y me llevó un tiempo encontrar la entrada del arroyo, lo que tuve que hacer por mi cuenta debido a que los pescadores que se encontraban allí no sabían el nombre del río en el que estaban pescando. Me detuve en el destacamento de PNA de Brazo Largo y les informé desde dónde venía y hacia dónde me dirigía. La gente de PNA, como es habitual, se mostró muy amable. El día era maravilloso: soleado y fresco. Podía remar con chaqueta sin sentirme acalorado y el agua de las botellas que viajaban en cubierta se mantenía fresca. Disfruté del paisaje del primer arroyo entrerriano que navegaba en mi vida, sorprendiéndome por el hecho de que en la costa la vegetación no era tan tupida en comparación con la de la primera sección del delta. Con la corriente a favor, no me tomó mucho tiempo llegar hasta la bifurcación que separa al Brazo Largo del Baltasar Chico. Comencé a remar por este último, mientras me entretenía viendo unos patos que nadaban en el lugar. Después de unos centenares de metros, fue imposible seguir: el curso de agua estaba totalmente obstruido por la presencia de camalotes. Considerando que el Brazo Largo también llegaba hasta Villa Paranacito, opté por retroceder hasta la bifurcación. Desgraciadamente, después de haber remado muy poco por el Brazo Largo, descubrí que se encontraba en idéntica situación. Ahora sí, las circunstancias no eran las mejores: sabía que tenía que volver a remar, por lo menos, hasta el arroyo Brazo Chico, que se comunica con el Canal San Martín; pero me preocupaba que este arroyo estuviera en la misma situación que los otros dos. Por si esto fuera poco, aún en el caso de que tuviera la suerte de que el Brazo Chico se encontrara en condiciones navegables, no contaba con el tiempo suficiente para llegar a Villa Paranacito durante el día. Después de un buen rato de remo, llegué a la bifurcación que separa al Brazo Largo del Brazo Chico, que es una zona en la que hay algunas casas abandonadas y una escuela. Debido a que me pareció ver gente en la escuela, aplaudí un par de veces intentando llamar la atención. Afortunadamente, del edificio salieron algunas personas que se acercaron a verme. Les comenté qué era lo que andaba haciendo por ese lugar y el problema que había tenido recientemente. Seguramente que, de todo lo que les dije, no me creyeron la parte de que esa era mi forma de pasar mis vacaciones. Me aseguraron que por el arroyo Brazo Chico podría continuar mi viaje hacia Villa Paranacito sin problemas. Seguí remando por este arroyo, mientras trataba de calcular cuánto tiempo me tomaría llegar hasta mi destino y, a medida que pasaban los kilómetros, la cantidad de camalotes era cada vez mayor. Empecé a preocuparme por la posibilidad de que se repitiera lo que había vivido en el Brazo Largo y el Baltasar Chico. Si llegaba a ocurrir, no quedaría más remedio que regresar hasta el destacamento de PNA, hacer noche ahí y mortificarse un poco por haber desperdiciado un día que podría haber disfrutado en Zárate. Afortunadamente, la cantidad de camalotes nunca fue suficiente como para impedir el paso. Después de un buen rato de remo y algún que otro machetazo, llegué hasta el Canal San Martín cerca de las 18:00 y doblé a la izquierda, con la tranquilidad de saber que era muy poco probable que esos cursos de agua se encontraran obstruidos por efecto de la sudestada. Cuando anocheció, aún me encontraba en el agua. La oscuridad era considerable debido a que la luna había sido cubierta por unos nubarrones que presagiaban tormenta, por lo que mi visibilidad se limitaba a un par de metros por delante de la proa del kayak. A diferencia de la primera sección del delta, no había casas con muelles iluminados que me indicaran el camino a seguir. Ante mí, estaba este río desconocido y oscuro. Había algunos camalotes flotando aquí y llá, y más de una vez debí frenar súbitamente el kayak porque se dejaban ver cuando casi estaba encima de ellos. Trataba de guiarme tomando como referencia las copas de los árboles, pero esto se dificultaba porque éstas parecían unos manchones oscuros bastante desdibujados que se confundían con el cielo. De vez en cuando podía verse una luz, lejos de la costa, en medio del campo, pero no más que eso. Fue durante esos momentos, que comencé a hacerme algunas preguntas un poco inconvenientes del tipo “y si doblo en un arroyo que no tengo que doblar?” “si en ese arroyo no encuentro a nadie que me diga que voy por el camino incorrecto?”. Por un momento, temí perderme y terminar remando hacia cualquier lado durante toda la noche. Tuve la suerte de encontrar una casa con las luces encendidas, por lo que aplaudí un par de veces intentando llamar la atención. Una pareja de personas mayores salió de la vivienda y confirmó que el camino que había tomado era el correcto. También me comentaron de la existencia de un almacén que podría tomar como referencia para seguir hacia Villa Paranacito. Más tarde, pasé por ese almacén y crucé a dos isleños que llegaban a su casa en una canoa. Me aseguraron que en 15 minutos llegaría a Villa Paranacito teniendo en cuenta la fuerza de la corriente. La indicación no pudo ser más exacta. Aunque la noche seguía igual de oscura y se iba poniendo fresca, la aparición de cada vez más cantidad de casas, algunas con luz, me tranquilizaba. En una de las que estaban iluminadas, alguien o algunos a los que nunca conoceré, escuchaban la canción “El Arriero” en la versión de Divididos. Después de doblar hacia la izquierda, en una de las tantas vueltas que da el río, divisé unas cuantas casas, muy iluminadas y, entre éstas y el agua, una calle por la que se desplazaban algunos autos. En ese momento supe que estaba en Villa Paranacito y que por fin se había terminado esa indeseada remada nocturna. Bajé del kayak y me dirigí al edificio de Prefectura. Me solicitaron algunos datos y aproveché para preguntarles por algún camping cercano. Me mencionaron dos: Bonanza y Top Malo, y me dijeron que los encontraría si seguía remando por el río Paranacito. Tal eran mis pocas ganas de remar de noche, que le pregunté al oficial si había iluminación en la zona por la que debería remar. Después, volví al kayak, y remé un par de kilómetros hasta el camping Bonanza.

Permanecí en Villa Paranacito miércoles y jueves, partiendo del lugar el viernes. Durante los dos únicos días en los que estuve ahí, llovió todo el tiempo, me encontraba solo en el camping y bastante aburrido. Para colmo de males, las dos únicas líneas de fondo que había llevado para pescar se engancharon en el lecho del río Paranacito y no tenía ganas de ir hasta la villa para comprar más.

El Viernes a la mañana cargué el kayak y partí hacia Nueva Palmira, en la República Oriental del Uruguay. No tenía ninguna intención de tener “sorpresas” en el camino como las que ya había sufrido. Consulté con pescadores de la Villa y me sugirieron, si quería tener la garantía de no encontrar camalotes en el río, que bajara hasta el Gutiérrez por los canales San Martín y Galofré. Una vez en el Gutiérrez, el mismo me conduciría hasta su desembocadura en el Río Uruguay, casi enfrente de Nueva Palmira. Ese viernes era un lindo día para remar, un poco caluroso pero sin llegar a ser asfixiante. Remonté las aguas de los canales San Martín y Galofré, con un poco de esfuerzo debido a la corriente que jugaba en contra, hasta llegar al destacamento de Prefectura situado en la intersección con el río Gutiérrez. Volví a brindar los datos al oficial que me atendió, comí unas galletitas y continué por el río Gutiérrez hacia Nueva Palmira. De este curso de agua me sorprendió que, a pesar de su amplitud, comparable al de mi conocido Canal Honda, prácticamente no lo surcara ninguna embarcación. Cuando me estaba aproximando a la desembocadura, por encima de los árboles, se recortó la inconfundible figura de un buque de ultramar fondeado. Al poco tiempo, la costa del vecino país se dejó ver con sus inconfundibles playas de arena blanca. El cruce del río Uruguay en esa zona es estrecho, por lo que me tomó unos pocos minutos hacerlo. Antes de llegar a Nueva Palmira, me detuve un buen rato en una playa para disfrutar del sol, la arena y el agua. Más tarde, llegué al amarradero para embarcaciones deportivas de Nueva Palmira. Me dirigí a Prefectura a presentar los papeles de rigor y, después, armé la carpa en el camping de Hidrografía Naval. Al anochecer, mientras disfrutaba de la imagen de un buque fondeado con sus luces encendidas reflejándose en el río Uruguay, ví que un hombre y un niño miraban mi bote. Me acerqué a ellos y el desconocido se presentó: se llamaba (y se llama) Raúl Guigou, pero toda la gente de Palmira lo conocía como el Pájaro. Practicaba navegación a vela y kayakismo, actividad para la cual contaba con un flamante SDK Yamana III que, según me contó, trajo remando desde Tigre. Cuando me relató una reciente regata en la que habían participado partiendo desde Zárate, descubrí que con el Pájaro compartíamos algunos puntos de vista acerca de nuestras actividades. Los dos reconocíamos la importancia que tienen tanto la camaradería como el facilitar el acercamiento a las nuevas generaciones, para garantizar la continuidad de este tipo de actividades, y que estos factores eran más importantes que los medios o las técnicas disponibles. En Nueva Palmira estuve desde el viernes 15 hasta el martes 19 de Abril, y esos fueron los mejores días de mis vacaciones: hacia el mediodía me iba remando hasta una playa solitaria (prácticamente todas en esa época del año) a pescar y no volvía hasta el atardecer. Por la noche, me iba a tomar unos mates a la costanera, sentándome de espaldas a la ciudad y mirando hacia el río Uruguay. El lunes 18 de Abril, debido a que era feriado en Uruguay, fui con un grupo de remeros locales la Playa 33 Orientales a disfrutar de un asado.
El día de mi partida, según me había comentado el Pájaro, coincidía con un acontecimiento que venía haciéndose todos los 19 de Abril en la playa 33 Orientales: se revivía el desembarco de los patriotas comandados por Lavalleja al mismo tiempo que se realizaba un acto oficial en la costa. Tenía ganas de ver esto, así que esa mañana cargué las cosas en el kayak y remé por el río Uruguay aguas arriba. A medida que me acercaba al lugar dónde se llevaría a cabo el desembarco, se perfilaba la silueta de una embarcación de color oscuro fondeada enfrente de la playa. Cuando me acerqué a este barco, me dí cuenta de que se trataba del Guardacostas de la Armada Uruguaya “Río Negro”. Pregunté a uno de los integrantes de la tripulación, íntegramente vestido de negro, si el desembarco ya había ocurrido y me dijo que todavía no. Me arrojaron un cabo para que pudiera agarrarme y así mantener mi posición sin tener que remar. Después de unos minutos, las barcazas de color blanco aparecieron en el horizonte, escoltadas por una lancha de la Prefectura Uruguaya. Agradecí el favor a los tripulantes del “Río Negro” y me dirigí hacia las barcazas. Éstas estaban ocupadas por personas vestidas con sombreros, ponchos y algún uniforme militar de color azul, con botones en la pechera. También llevaban sables y algunas banderas. A medida que se acercaban a la costa, donde los esperaban abanderados de distintas escuelas y autoridades, apagaron los motores fuera de borda de las barcazas y comenzaron a remar, a los gritos de “Viva la Patria”. Mientras ocurría esto, tomé un par de fotos y después comencé a alejarme, bajando las aguas del Río Uruguay.
Mi próximo destino era la ciudad de Carmelo, pero como la legislación uruguaya no nos permite hacer navegación costera desde una localidad a otra, tenía la obligación de hacer un rol en un pontón de la PNA (denominado Delta Foxtrot o D.F.) fondeado sobre el Paraná Bravo, enfrente de Nueva Palmira. La balsa fue fácil de hallar, gracias a la antena que tenía en el techo. Mientras el personal de la PNA hacía el papeleo de rigor, me pude enterar, gracias al pequeño televisor que tenían allí, que un nuevo Papa había sido elegido. Llegué a Carmelo a mitad de la tarde y acampé en Hidrografía Naval nuevamente. Preferí hacerlo en este lugar en vez de el Carmelo Rowing Club para así poder estar cerca del Río de La Plata y disfrutar de las luces del boyado durante la noche. Mientras estuve en Carmelo, remé sólo una vez por el arroyo de Las Vacas tratando de encontrar la cantera, sin éxito. Otro de los días que estuve allí tuve oportunidad de presenciar la apertura del puente de Carmelo y, afortunadamente, el cierre del mismo. Una joven uruguaya me explicaba, mientras los empleados municipales trataban de cerrar el puente, que se suponía que nunca se volvería a abrir. Después de los intentos infructuosos de los municipales, optaron por una solución poco ortodoxa: ataron el puente con un grueso cable a una embarcación que se encargó de tirar hasta que el puente se cerró.
El viernes 22 de Abril partí de Carmelo. En principio, deseaba hacer una escala en la isla Martín García, pero esto no iba a ser posible porque tenía como condición navegar por la costa uruguaya para después cruzar el Canal del Infierno. Los prefectos hicieron lo mismo que en Nueva Palmira: me despacharon hacia el destacamento de PNA más cercano. Por ende, debí cruzar el Río de La Plata hacia la desembocadura del Paraná Guazú, donde se encuentra el destacamento de PNA de Guazú-Guazucito. Una vez allí, nuevamente hice el papeleo correspondiente y continué remando hacia la intersección del Paraná Miní con el Arroyo Chaná. Nuevamente, tuvo lugar una indeseada remada nocturna que se prolongó hasta después de las 20:00 hs. Cuando llegué a la playa del Club Motonaútico San Fernando, ví que el lugar se encontraba desierto. Como en el edificio central había luz, me acerqué y, a través de las ventanas, ví la figura de una joven viendo Los Simpsons. Golpeé la puerta y cuando me atendió me informó que el Club se encontraba cerrado, por lo que me sugirió cruzar a la margen de enfrente donde se encontraba el recreo Toledo. En este lugar costó un poco subir el bote todo cargado desde el agua, pero valió la pena hacerlo porque en ese lugar me permitieron alojarme en lo que consideré en ese momento un verdadero paraíso: una habitación con varias camas disponibles exclusivamente para mí, que desde el 10 de Abril venía durmiendo sobre un aislante de goma eva. Al día siguiente, muy tranquilamente cargué las pocas cosas que había bajado del bote mientras conversaba con Manolo, el dueño del lugar. Tranquilamente, remé por un derrotero conocido, después de 12 días de no hacerlo, crucé el Paraná y volví por el Capitán hasta la rampa del Club Hispano Argentino. Así concluyó mi primera travesía en kayak, la que me hizo (y me hace) sentir bastante satisfecho por haber alcanzado la mayoría de los objetivos propuestos. Reconozco que me equivoqué algunas veces, y lo positivo de este reconocimiento es poder utilizar las enseñanzas de estas experiencias para los próximos viajes.
Hasta la próxima!!!!!!!!!


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